LA MEMORIA EN LA MIRADA
Resulta difícil rastrear en la propia obra aquello que se ha ido acumulando a través de tantos años y tantas lecturas, aquello que hemos hecho nuestro porque lo sentíamos afín o porque expresaba a la perfección lo que sentíamos o presentíamos antes incluso de que existiera. Soy de las personas que aprenden algo incluso del peor de los libros y que intenta hacer lo mismo de cualquier otra área de la existencia. Pero no cabe duda de que algunas lecturas han dejado huella profunda y que, tras ellas, algo importante ha cambiado en nosotros. Puedo por tanto hablar de esa experiencia como lectora, y que el crítico interesado se encargue en todo caso de reconocer lo que de ellas pueda haber en mi obra escrita. Poner orden en esas afinidades supone además reconstruir una cierta memoria sentimental, una cierta autobiografía existencial con hitos claros, pero también con una corriente continuada de aportaciones cuyos sedimentos resulta casi imposible adjudicar a autores concretos.
Cronológicamente, recuerdo los cuentos de hadas, algunos mitos griegos -los de Perseo, Orfeo y Teseo, por ejemplo- y
Las mil y una noches, con el trasfondo perenne de la
Biblia como fuente inagotable de historias, antes que poseedora de algún sentido religioso -algo que llegaría con el tiempo-. Pero la primera vez que me sentí embrujada por una historia fue con la
Odisea. Hice mía la aventura de aquel héroe siempre deseoso de llegar a Itaca, aquel héroe vital y astuto capaz de escapar a todos los peligros. Los gritos de Polifemo herido, las invocaciones a un mar cargado de sorpresas, las sirenas, Penélope tejiendo y destejiendo sin descanso... Todo lo que puede cautivar una imaginación infantil en el momento adecuado. Porque los libros que nos impactan son los que llegan en el momento oportuno, cuando estamos preparados para recibirlos.
Puedo decir que me interesó profundamente Cervantes -sobre quien volví con interés renovado años después-, Shakespeare y Calderón, pero que la siguiente descarga de alto voltaje se produjo con Dostoievski.
Crimen y castigo y
Los hermanos Karamázov me descubrieron un mundo de pasiones oscuras, de desesperación, de demencia, pero también de una hondura y una fiebre metafísica, de un anhelo de bondad y pureza que me trastornaron. El desgarro, la ternura y el ansia de Dios se aunaban en personajes desequilibrados y que movían a la piedad en medio de ambientes casi siempre sórdidos.
Mucha otra literatura rusa acompañó a ese hallazgo, y disfruté de Tolstoi o Chéjov. Se sumaron a ellos autores españoles como Cernuda y Rosalía. También Baudelaire me abrió un mundo nuevo que hasta entonces desconocía, y supe entonces de Pessoa, a quien sólo más tarde pude apreciar verdaderamente, gracias en parte a la labor de Ángel Crespo. Me interesó el dadaísmo y el surrealismo como una bocanada de aire fresco que dejaba libre la creatividad, aunque pronto entendí que aquello me conducía a un callejón sin salida. Pero fue Hermann Hesse quien me deslumhró con seres solitarios que sabían más allá de las apariencias, que despreciaban placeres que ataban, que conocían ideas provenientes de filosofías orientales, de sugerencias e insinuaciones más que de certezas. Mi interés por esas filosofías se despertó en ese momento y ya no me ha abandonado, si bien mi enfoque es diferente al de aquellos años.
Llegó también Omar Khayyam, con versos de vino y de tiempo que pasa. Y llegaron Dante y Petrarca, la poesía trovadoresca y la del Siglo de Oro español. Y con ser todos fundamentales para mí, hubo un autor que supuso otro vuelco vital: Rilke. La lectura de las
Elegías de Duino me llevaría a tomar partido definitivamente por la poesía y marca uno de esos momentos reveladores e intransferibles que resulta imposible olvidar y que sólo cabe agradecer.
Me interesó mucho la épica irlandesa y la literatura del ciclo artúrico, si bien la siguiente sacudida fue múltiple y engloba tres nombres: Sófocles, Blake y Hólderlin. Sus obras son para mí mucho más que literatura. Edipo y Ayax, el mundo de ángeles y visiones, el corazón de Hiperión y de Empédocles forman parte de mí misma, son mucho más que personajes literarios. A ellos se añadieron Goethe y Novalis, Nerval y Kafka, Benn y Beckett, Yeats y Eliot, Char y Celan. Pero también Stevenson, Conrad, Wílkie Collins, Flaubert, Stendhal, Proust, Pavese, Baroja o Cunqueiro.
Es seguro que me olvido de aportaciones imprescindibles o, como mínimo, muy importantes. Pero a estas alturas creo que han quedado claras mis preferencias y que el lector puede suponer las restantes. En cualquier caso uno posee las obras que hace suyas, no las que figuran en su biblioteca.
Puedo decir que he necesitado mucha cantidad de prosa para sintetizar en pocas líneas algunas esencias, al igual que algunos buenos prosistas necesitan mucha cantidad de poesía para convertir en historias ciertos fogonazos súbitos. No puedo comprender ese enfrentamiento absurdo -que no es nuevo- entre novelistas y poetas y que sigue llenando páginas y envenenando vanidades.
Me atrae lo que establece puentes y abre horizontes en vez de dinamitar por placer de destrucción. Tengo un interés apasionado por los demás seres humanos y por el lado que la ciencia oficial considera misterioso y por tanto no objeto de estudio. Antes al contrario, ese es mi campo de atención por antonomasia. Las respuestas naturalistas, positivistas, triunfantes durante tanto tiempo, han sido una anestesia brutal de la curiosidad. Quizá fueron necesarias, pero es tiempo de invertir los mandos. Me interesa descodificar una realidad cargada de sentidos, y hacerlo con la mirada que amplía, no la que reduce. Es natural por tanto que me sienta afín a la literatura que va por este camino, la que se inserta en una tradición de filosofía perenne o metafísica, una corriente más o menos subterránea nutrida de afluentes diversos -tradición oriental, pagana, judía, cristiana, islámica- y con todo tipo de heterodoxias. Esa tradición que produce
Gilgamesh y el
Quijote, la
Biblia y
La noche oscura,
Tao te King y
La torre,
El lenguaje de los pájaros y
Fausto.
Al lado de estos grandes autores y de tantas grandes obras, hay legión de escritores y de textos
más modestos que configuran igualmente un mundo literario. Y crecen además en esta línea frutos indeseables: nihilismo, sentimentalismo, morbosidad dramática... Todo aquello que puede convertir al escritor que admira estas obras en un ser aislado, infeliz, escindido y desgarrado o, como mínimo, ahondar tendencias temperamentales previas. Por eso es también importante como medida de salud mental no centrarse sólo en el lado oscuro de la realidad si la meta no es la transformación, el conocimiento, la celebración y la luz. Ray Bradbury -entre otros- sabe de esto, y puede resultar muy esclarecedor el enfoque que aporta en
Zen en el arte de escribir para no perderse, para no convertir la creación en tortura.
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