PAVANA DEL TIEMPO DETENIDO
Al principio fue la generosidad. Nada grande puede crecer sin esa base. Ni amistad, ni arte, ni libertad, ni altruismo, ni dignidad. De la gratitud nace como música o danza la pavana del tiempo detenido. También del tiempo compartido entre generaciones.
Angustia, cumbre, desolación: elementos con relación de dependencia.
De fuera a dentro:
al salir a la calle, tus palabras no son, ¿qué soledad aflige, qué es lo que me retiene?, escribir en otoño, cuando el día ya acaba» yo soy un pez. De nuevo el viento que saluda y la alegría que brota sin saber de dónde, que hermana yo, viento y paloma en un mismo vuelo. Que hermana árboles, nubes, pájaros, perros, lluvia, mar, palabras, en un abandonarse sosegado.
Mirada serena. No movimiento.
Sosiego y pavor, péndulo.
Pero nada es lo que parece, nada es sin conciencia. Creamos el mundo porque lo vemos, lo sentimos, lo vivimos. Y todo desaparece con nosotros: nuestra desaparición. La vida y la muerte en nuestros ojos.
«Escribir en otoño / nada más», dejando que la lluvia y el pájaro dicten las palabras, que todo suceda. Nadie a quien preguntar, hojas que caen, soledad, olvido. «Qué dolor alejarme / de estos árboles / y olvidar lo que soy: / sólo un árbol en busca/ de raíces, / bajo el brillante manto / de la lluvia». Y un vago saber que nada realmente importante se pierde para siempre.
Cese. Detención. [...] «no hay nada / que se pueda cantar, / si no es el canto mismo». Sin pensamiento, sin memoria, sin deseos, abandonado al aire, como los pájaros. Vacío. En espera. Aceptación de la carencia y el desconocimiento, del temor a morir, de la imposibilidad real de crear. Entonces el poema es.
La vida produce extrañeza. Nos sentimos extraños, rodeados de seres que también lo son, de objetos y de aquello que aflora desde lo invisible. Y todo parece real y nos sigue extrañando.
Las pequeñas cosas de la vida. Un paseo solitario, el aire fresco de abril, todo lo que asoma en la mirada de un perro, una manzana, las moscas, los árboles, una paloma, un gorrión, un paisaje, girasoles, un viaje en tren, la belleza del mar, La Mancha, la angustia y la nostalgia que aparecen de pronto. Ante la imposibilidad de la certeza, sólo queda abandonarse «gozando la ignorancia como un don».
Con la tarde se anuncia la desaparición. Crece la angustia, el roce de aquello que perturba. Aparece el vértigo, el miedo a la locura, la soledad que es otra. La sombra. La luz.
Cristalización de la luz en el arte admirado —Paul Valéry, Gonzalo Rojas, Ornar Kayyam, Ángel Crespo, Fierre Soulages, Josep Guinovart, Toni Vidal, Louis Armstrong y Ella Fitzgerald— o en el recuerdo de personas queridas ya muertas —Jaume Casajoana, el abuelo Tomás—.
Apurar la vida que duda de sí misma, una vida llena de grises, ocres y azules.
Y el arte de nuevo como contemplación que nos atañe, que nos expresa, que nos interpela. Esa mujer del cuadro de Hopper, con las maletas por abrir. Esos colores escalofriantes de Jordi Pallares. Las palabras de Bukowski, las constelaciones de Miró, el bodegón de Juan van der Hamen, saber ver las cosas como son de Marc Rothko, las grandes construcciones humanas a sus dioses y los mismos interrogantes sin respuesta.
Despojar, despojarse. Lo que queda, ¿es?
Desconocemos desde dónde se escribe, quién lo dicta, quién mantiene intacta la conciencia de la muerte. Ese yo que quizá no sea yo, ese algo, ese alguien al que no se pone nombre. La gran incertidumbre.
Extrañeza de estar vivo, despojamiento, irrealidad y gozo de lo cotidiano. Mirada serena y distanciada de todo, el vivir que se hace impecable, que no se apega, pero sin negar que la desolación se sienta a nuestro lado.
El paisaje también como contemplación y cristalización del momento fugaz, de la vida. Y el que mira mientras pasea, mientras viaja en tren, deleite que no puede detener, atrapar. La paz del dejar ser, dejar ir, dejarse.
Ser pez, árbol, pájaro. Y de nuevo la extrañeza de ser hombre, la angustia de ser hombre. No pensar en nada. Ser todo, con todo, que todo [te sorprenda. Y alejarse despacio mientras el verso, incapaz de seguirte, se detiene.
pesar del despojamiento, parece que queden las palabras. Y no las palabras escritas, leídas, grabadas, sino dichas, pronunciadas, escuchadas. La palabra voz... Si en algún momento sobran, es porque no hacen falta donde todo es silencio.
Palabras que se escriben porque sí, a la altura de los ojos, ni hacia arriba ni hacia abajo, sin luz ni oscuridad, mientras las nubes siguen su camino. Mirar, contemplar, ver. Perdido, sintiéndose libre pero ignorando para qué. Y la felicidad de sonreír cuando lo olvidas todo.
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