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poéticas

Poéticas

2009

Acaricia, sugiere, explosiona

La palabra tiene poder, pero no es suficiente. Acaricia, sugiere, explosiona, invoca, corroe, inspira, hiere, restituye, bordea, mece, entreteje, nutre, hasta «ensancha la frontera», pero no traspasa su propio límite por amplio que sea. Puede acompañarnos lejos, cruzar umbrales. Todos menos uno. Así, toda obra literaria es un fracaso. Beckett sabía de eso. El creador (hombre y/o mujer) que no lo sepa, se engaña. Podrá ser más feliz, eso sí, podrá ser aplaudido en las listas de más vendidos, recibir el Nobel o ejercer de mandarín. Pero no conocerá la entraña de su arte.

El poeta trabaja con las palabras a un nivel diferente del cotidiano. Todas están, o casi, en el diccionario. Pero el uso que hace de ellas no es exactamente el mismo. Por supuesto, hay muchos tipos de poesía y todavía no existe un medidor capaz de pun­tuarla según índices de poeticidad. Ha habido propuestas esforzadas para estudiar de una manera «científica» qué elementos hacían de un texto que fuera un texto poético. A pesar del interés innegable de estos estudios, me temo que en este caso pasó como en el de la rana, que consiguieron estudiarla muy bien pero el resultado fue una rana muerta.

Está claro que la poesía presenta múltiples apariencias y responde a más de un enfoque vital y estético. Entre el minimalismo más extremo y el barroquismo desafo­rado, entre los haikus y las sesiones de poetry slam, entre los sonetos y la escritura au­tomática, eso que conocemos corno poesía se metamorfosea a lo largo del tiempo. Los especialistas son capaces de rastrear líneas, influencias, evoluciones, variaciones, con suerte hasta innovaciones, todo con sólidas apoyaturas bibliográficas. Por supuesto, tengo mis gustos personales. Por decirlo de alguna manera, prefiero en general la poesía profética a la mimética, pero sobre todo prefiero la buena poesía, aun sin me­didor. Con el criterio y el olfato afinados en la lectura, con el timón de la sensibilidad y con conocimiento interno de causa.

A pesar de prácticas más o menos espurias, la poesía no está supeditada al mercado con la misma intensidad con que lo están la pintura, el cine o la música moderna —la mayor parte de lo que se entiende por industrias culturales. Ello hace que la figura del poeta haya pasado a ser insignificante, como todo lo que no genera beneficios, al menos en el mundo occidental. Como mucho, genera abrasiones en la vanidad si se ve excluido de cierto canon o si no imparte cursos de verano o dirige una revista.

Como uno sólo puede responder por uno mismo, y no siempre, puedo decir que me interesa leer la poesía que me enriquece como lectora. Y que me interesa escribir sabiendo que en mí está el poso de lo que he leído, lo que he vivido, lo que soy, pero para decirme y «decir lo que importa». Sin poéticas. Sin autojustificaciones. Por en­cima de modas culturales, de intereses editoriales, de limitaciones individuales, el poeta ha de jugarse entero en su poesía. Al poeta se le ha de pedir —y antes que nada, se lo ha de exigir a sí mismo— la honestidad de crear la mejor obra que le sea posible. Es su reto y se supone que su elección. En todo caso, que cada lector entre en el poema y haga suyo lo que le sirva.